P.Antonio Rivera LCI
No sé cuántos de ustedes habrán sentido hambre atroz. Tengo aquí el testimonio de alguien que lo experimentó en los campos de concentración rusos, Soljenitsin. Nos cuenta en su obra “Archipiélago Gulag”: “El hambre es capaz de transformar en ladrón a un hombre honrado. El hambre obliga al ser más desinteresado del mundo a mirar con envidia en la escudilla del vecino y a calcular con sufrimiento cuánto pesa el pan del compañero que le acaban de dar. El hambre obnubila el cerebro y no tolera ningún pensamiento que no sea el de comida, comida, comida. El hambriento ve comida durante el insonmio. Y ahí va a la fosa de la basura para buscar una cabeza de pescado, una espina, mondas de verdura”.
Si esto es el hambre corporal, ¿qué no será el hambre espiritual? Consciente de esto, el corazón de Cristo inventó el banquete eucarístico a fin de ser comida y bebida para nuestra alma, consciente de que tenemos hambre y sed durante el largo y duro camino de nuestra vida.
El hombre, por muy saciado y ahíto que esté de los placeres de este mundo, sin embargo, siente un hambre espiritual indecible, porque tiene un alma que tiene que alimentar. Y esta hambre sólo Cristo es capaz de satisfacer.
Me atrevo hoy a decir, como un grito de mi fe en la Eucaristía, que Cristo en este sacramento ha sido, es y será la solución a todos nuestros anhelos, problemas e inquietudes más íntimas.
Si estamos hambrientos y sedientos de felicidad, de seguridades, de paz, de amor, de salvación… El es pan que realmente alimenta nuestra alma, alimenta nuestras ilusiones en la vida, nuestro anhelo de perfección y de hacer el bien. Es un pan que si por una parte sacia, por otra, deja al alma con ganas de volver a nutrirse de ese pan.
Si estamos cansados del camino, y esto no nos debe asustar, dado que es de subida; si notamos que las fuerzas desfallecen, pues somos débiles; si experimentamos el implacable sol de la contrariedad, de la humillación, del olvido de los hombres…¡ánimo! El es quieto rincón y descanso donde podemos, al final del vértigo de la jornada, reponer nuestras fuerzas para seguir caminando. Siempre encontraremos las puertas de la capilla abiertas y Cristo Eucaristía extendiendo sus brazos a quienes estamos cansados.
Si estamos tentados de volver la vista atrás porque hemos dejado allá en el valle nuestras redes y la vida placentera y fácil; si estamos tentados de desconfianza, de pesimismo, de desaliento, de angustia ante el poco avance que constatamos o ante la inconstancia en nuestros propósitos… ¡ánimo! Cristo Eucaristía es la fuerza y sostén.
Si estamos tristes por algo…acudamos a Cristo Eucaristía; Él es la alegría que busca nuestro corazón. El es capaz de hacer brotar un río de júbilo en mi desierto triste.
Si nos acosan los remordimientos por lo que hicimos en el pasado hasta el punto de robarnos la tranquilidad interior, ¿qué mejor que visitarle a Él que es la paz, esa paz que el mundo no conoce? “Mi paz os dejo, mi paz os doy”. Él con su sangre preciosa ha borrado nuestros pecados. ¿Por qué, pues, traer a la memoria el remordimiento por nuestra antigua esclavitud?
Si somos ariscos, impacientes debido a nuestro temperamento de trueno que por cualquier cosa provoca corto circuito, Él forma y modela nuestro carácter y lo hace humilde, manso y paciente. Ver a Cristo encerrado en esa cárcel, todo humilde, que no se desalienta ante nuestras mil distracciones e irreverencias -aunque le duelen lógicamente…verle así nos hace más humildes y pacientes ante las pequeñas desatenciones de nuestros hermanos.
Si nos sentimos solos, Él es nuestro compañero. Aquí te has quedado, Señor, “sin más consuelo que saber que eras el compañero de tus elegidos, que harías más breve su dolor desde tu puesto vigilante y amoroso. Porque conociste la soledad que iban a sentir los que siguieran tus consejos contrarios a las normas del mundo; bajaste a nuestras vidas para hacer perfumada, fecunda nuestra soledad”.
Si anhelamos sobrevivir, la Eucaristía es pan que asegura y nos da la inmortalidad. Quien más, quien menos no quisiera morir nunca. Nos gustaría perdurar siempre…no tener que acabar nuestros días como los del reino animal, de cuya memoria nadie se acuerda, una vez muertos. “Quien come de este pan vivirá para siempre”.
Es pan de ángeles que debemos comer con reverencia, con fe y con el alma limpia. El compromiso es evidente: también yo debo hacerme pan para mis hermanos: a mí deben acercarse todos mis hermanos y arrancar de mí mi caridad, mi alegría y mi servicio.
Agradezcamos al Corazón de Cristo la delicadeza que ha tenido de quedarse entre nosotros para ser nuestro alimento. Agradezcámosle que se haya acercado tanto a nosotros y ser nuestro compañero. ¡Dios tan próximo, cuyas delicias son estar con los hijos de los hombres!