Por: Óscar Eduardo Gamboa, L.C.
La conocida frase «el arte es la manifestación del espíritu humano» me lleva a pensar con frecuencia en aquellos seres humanos que supieron plasmar en la materia, de modo admirable, lo que ocurría en su mundo interior. ¿Te gustan las historias? ¡A quién no!, ¿verdad? Permíteme, pues, contarte un breve relato.
La historia se sitúa en Viena, Austria, hacia finales del siglo XVIII e inicios del XIX y trata sobre un hombre joven con mucho talento. Tras años de formación y esfuerzo logró asegurar un empleo que le permitió vivir holgadamente, se ganó la aprobación de quienes le rodeaban y fue considerado un experto en su profesión. Su carrera era su vida. Un día, uno de los amigos con quienes caminaba por el campo le dijo: «¡Qué hermoso canta ese joven pastor!». Nuestro personaje se percató de que estaba perdiendo el oído y una profunda desesperación comenzó a perturbar paulatinamente la paz de su espíritu. ¿Por qué motivo? Porque era músico de profesión y se estaba quedando sordo. ¡Un músico sordo! ¡Menudo drama! ¿Quién, en efecto, osaría contratar a un músico sordo? Supongo que ya habrás adivinado a quién me refiero. Sí, se trata de Ludwig van Beethoven.
Por algunos años Beethoven ocultó su drama personal y se alejó de sus amigos, pues el secreto que ocultaba podría destruir toda su carrera. Acudió a varios médicos, pero aunque le recomendaron numerosas terapias, ninguna le fue útil. Su desesperación aumentó dramáticamente al descubrir que quizás no habría cura para su enfermedad. En 1802, a sus 32 años, y como último recurso, se retiró por una temporada a una casa de campo en una aldea a las afueras de Viena, pero tampoco mejoró. «Cualquier esperanza de ser curado aquí, se ha desvanecido. Así como las últimas hojas se caen, también se van mis esperanzas», escribió. Humillado y al borde de la desesperación pensó en quitarse la vida. Escribió una extensa carta a sus hermanos, conocida como el «Testamento de Heiligenstadt», para despedirse de ellos y expresar sus últimos deseos.
En dicho testamento explica el motivo que le ayudó a superar la ardiente angustia que le quemaba por dentro: «Hubiera puesto fin a mi vida. Sólo mi arte me sostuvo. Me parecía imposible dejar el mundo sin haber producido todo lo que sentía que estaba llamado a componer […] Espero que mi determinación permanezca firme para soportar, hasta que a las inexorables parcas les plazca cortar el hilo. Tal vez mejoraré, tal vez no. Estoy preparado».
Decidido a dejar una huella en el mundo, con un nuevo propósito para vivir, regresó a Viena y poco tiempo después ya no le importó reconocer públicamente su sordera. Y, lo más impresionante de todo, inició una etapa de creación musical inimaginable hasta entonces, prodigiosa. Compuso, al poco tiempo, la sinfonía Eroica, que eclipsó inmediatamente a sus composiciones anteriores y que bien podría considerarse como una respuesta apasionada y desafiante a la crisis vivida. La transición entre el final del tercer movimiento y el inicio del cuarto en su quinta sinfonía, esa creciente y poderosa transición de un tono menor a un tono mayor, bien podría reflejar el paso de las tinieblas de su desesperación a la luz de su determinación, su renacimiento tras ser consumido por el fuego, cual ave fénix. La novena sinfonía, compuesta por Beethoven cuando prácticamente no oía nada, es hoy considerada una de las obras más trascendentales de la música y el arte, y ha sido declarada herencia espiritual de la humanidad. Esta obra fue, quizás, el culmen de su deseo por alcanzar la felicidad y ver un mundo en el que todos los hombres volvieran a ser hermanos.
Me llama poderosamente la atención esta historia, como otras parecidas que podría traer a la memoria, porque en lo que aparentaba ser el mayor fracaso surgió algo tan lleno de valor, belleza y trascendencia que ha pasado a formar parte de la vida de millones de personas. Para mí es una invitación a pensar que en la vida nunca, jamás, podremos decidir las circunstancias que nos corresponden vivir. Nadie decide cuándo le llega un cáncer, cuándo ocurre una catástrofe natural o cuándo se pierde un ser querido. Esas cosas ocurren cuando menos te las esperas. Podríamos decir que la vida reparte esas cartas. Pero siempre tenemos la libertad para decidir cómo las jugamos, es decir, con qué actitud las afrontamos. Siempre seremos dueños de decidir cómo enfrentamos los momentos más difíciles de nuestra vida. ¿Nos dejaremos llevar por las circunstancias o sacaremos lo mejor de nosotros mismos? ¡He ahí la cuestión!